El Rahue

El Rahue

sábado, 11 de noviembre de 2006

A LA MANERA DE EDGAR POE

Mi amigo Miguelito Villegas vió la luz apenas la enfermera de la sala de partos se dio cuenta y prendió los tubos fluorescentes. Hasta ese momento se había movido a tientas y sin proferir palabra. Desde allí comenz’o a berrear, y lo hizo fuerte y claro durante los próximos catorce años.A esa altura lo conocí,un metro sesenta y pico, que era la estatura de mis treinta años.
Miguelito era por ese entonces el hermanito menor de “Fotocharly” según el cartel de acrílico. Fue allí, en el laboratorio color- copias al instante ampliaciones en 24 hs- que mi amigo (a futuro) me vió y quedó prendado. Como no podía ser de otra manera, al poco tiempo mi escasa relación con el gordo Fotocharly terminó abrupta y catastróficamente, por lo cual no volví a pisar ese rincón folklórico de la Cuarta Sección, Alameda al fondo, muy noble y muy leal ciudad de Mendoza.
Así terminó también mi inexistente relación con el menor de los Charly, que por un azar era Miguelito Villegas. En un arrebato solipsista, entendía que un tal Miguel Villegas, oriundo de Las Heras, Mendoza, en un barrio bajo del primer mundo denominado caprichosamente Argentina, había dejado de existir si es que alguna vez había hecho tal cosa. Globalizaciones, tal vez. ¿Intervino por relaciones del espacio helicoidal el Big-Bang en su desaparición?Interesantes biografías podrán decir que sí, pero lo cierto es que el Big-Bang no tuvo nada que ver, a menos que en esa época se hubiera conocido la existencia de dicho fenómeno, en cuyo caso se habría podido fácilmente atribuírle algo, cualquier cosa...en fin.
¿Han oído hablar de la teoría de la metempsicosis? Bien, entonces entenderán claramente lo que aconteció aproximadamente la décima parte de un siglo después de la desaparición de Miguelito. Si no tienen la menor idea de tal teoría, lo cual es mi caso, también lo entenderán, porque lo voy a narrar en vulgar rioplatense.
Como les decía, 3.890 días después de lo sucedido repentina e involuntariamente en Mendoza, a muchos cientos de kilómetros-luz de allí, en un olvidado pueblecito asfaltado y con Casa de Gobierno y todo ubicado a la vera de la ruta 22 (entonces sin cortar) que conduce a Bariloche; en ese lugar decía, una fría noche como son las noches de invierno excepto cuando son cálidas (que no es el caso) las moléculas del ser físico de aquél hermanito menor se dieron cita en una nueva conjunción.
Todas y cada una de las partículas mendocinas teletransportadas a través de 3.890 días, 14 horas y 20 minutos para ser exacto; y a través también de 7.546 decámetros, 8 metros y 60 centímetros. Todo ello coincidiendo exactamente para corporizar un volumen de un metro sesenta de alto de materia semiobesa y semicalva. Bajo un rayo de luz que parecía proceder de la reverberación de Aldebarán y Sirio sobre el perfil de Venus, cayendo desde allí en la calle San Martín de Neuquén (que así se llamaría probablemente el lugar) y más precisamente en un antro pre-fin de siécle, con parroquianos ebrios y matizado de borrachos pedestres. Cuando caí en la cuenta de todos estos sutiles detalles que impresionaron mi natural de por sí perceptivo a estas experiencias, me sorprendió desagradablemente la desazón de ver tambalear todas estas hipótesis. ¿La luz que caía sobre la aparición era la de una bombita de 40 vatios?
Alcé la vista al cielo clamando una señal que me sacara de mi ensoñación y además de marearme bajo los efectos de algún que otro vodka ingerido, me llegó la revelación...¡Oh!... Efectivamente, sobre la cabeza correspondiente al cuerpo parado frente a mí, había...una lámpara.
Desde abajo de ese haz de luz afloraban unos dientes, por entre los cuales, misteriosamente, parecía surgir una voz que venía no de este mundo, sino que atravesaba la realidad material llegando desde la Cuarta Sección, Alameda al fondo.
-¿No sos el petiso amigo de Miguel Angel?- escrutaba en ese momento la voz. Y las facciones que rodeaban los dientes, incluyendo los dos ojos que a simple vista aparecían ubicados a ambos lados de la nariz, apoyaban esa pregunta. Reparé en que lo que ponía signos de pregunta no eran los ojos ni nada de eso, sino las cejas. Estaban alzadas de manera particular, formando pequeñas arrugas en la frente y aún más allá, en lo que fuera cuero cabelludo. Con este simple movimiento, la aparición había logrado dar a su rostro un aire que con mi natural perspicacia creí traducir como:
-¿No sos el petiso amigo de Miguel Angel?- En realidad, era que me estaba repitiendo la pregunta.
Como lo de “petiso” es una constatación no por prosaica y literalmente comprobable menos difícil de aceptar, pensé recurrir a un chascarrillo socarrón y folklórico y responder con un “paso y quiero”, pero recordé que jugar a los naipes en lugares de expendio de bebidas alcohólicas está penado por la Ley y prohibido salivar en el suelo.
Opté por lo segundo y salivé en el suelo.
-¿Cómo te va?- insistió la aparición interesándose por conflictos psicológicos que atormentaban mi alma y que evidentemente había intuido. ¿Era el oscuro aura de depresión que me rodeaba?, ¿Era mi aspecto desaliñado, un cierto abandono en mi atuendo, mis cabellos revueltos? ¿qué había herido su fina sensibilidad para reconocerme de inmediato? Me sacó de la duda con una verdad dogmática irrefutable:
- Te conozco de Mendoza, soy el hermano de Fotocharly. En ese entonces vos eras amigo de Miguel Ángel y yo tenía 14 años cuando iban al laboratorio color, copias al instante etc.
Esto planteaba la confirmación de un hecho científico incontrovertible, ¡Ya no tenía 14 años! Y una subsiguiente cuestión metafísica a resolver, por cuanto todo esto tomaba carices metafísicos muy claros para mí. Me conocía, por lo tanto El suponía que yo lo conocía. Es más, AL OTRO yo lo conocía, sin dudas; entonces, si yo conocía al OTRO, y este no era el otro pero yo lo conocía, debía reconocerlo de alguna manera. Me sumí en el vaso de vodka por quincuagésima vez buscando un rasgo de inspiración salvadora. Luego de los dos tragos rituales, largos, haciendo chasquear la lengua contra el paladar, saboreando con un leve movimiento de los labios el último dejo de licor y atusando el bigote no más de tres veces, logré olvidarme qué estaba haciendo frente a mí ese joven ligeramente regordete, ligeramente calvo, que me tapaba la escasa luz de la lámpara. Sonó entonces un llamado a las ancestrales cavernas de la memoria atávica, algo así como una velada invocación a los fantasmas:
- ¿Te acordás o no che? Fotocharly, che, vos te peleaste y no volviste más, ¿te acordás?...
¡FIAT LUX! Era el hermano menor, claro que me acordé, e inmediatamente lo identifiqué gritando a los cuatro vientos (que en Neuquén se juntan en uno solo)
- ¡CRISTIAN! Claro que me acuerdo ¡Cristian!
Así, misteriosamente el conjuro mágico proferido sobre el vodka derramado según arcaicos ritos eslavos, permitió que la materialización adquiriera peso, volumen y forma definida y comenzara a moverse en velocidad uniforme abandonando el equilibrio inestable que había mantenido hasta entonces. Demás está decir que el conjuro mágico se vio reforzado por la antífona de coreutas, corifeos y borrachos del local que profirieron en todos los idiomas distinto tipo de improperios e insultos apropiados a la ceremonia.
A partir de ese día místico, cuya fecha quedará grabada en el mármol cabalístico, en las tablillas secretas donde continúa a pesar de la Inquisición Vecinal la crónica del Popol Vuh actualizada día a día, a partir de entonces decía, Cristian y yo comenzamos un periplo interminable de búsqueda de la explicación del suceso que nos asombraba a ambos por igual.
Claro que ninguno de los dos recordamos esa fecha, y que a mí me asombra que, a pesar de todo, no sabría explicar para qué quiero una explicación, mientras a él lo asombra que haya que buscar esa explicación para algo tan evidente. Así es como nos enzarzamos en bizantinas discusiones sobre la naturaleza metafísica de la experiencia, apelando a veces en la penumbra de Miau-Miau a la opinión de afamados filólogos y antropólogos, opinión que por otra parte jamás lograremos dado que en Miau-Miau nadie se daría a conocer como filólogo o antropólogo a menos que estuviera desvariando, en cuyo caso pasamos la opinión al plano de lo pedestremente lógico y por lo tanto no estimable. Mientras analizamos el caso nos vamos rodeando de a poco de un halo extraño, con algo de la vieja neblina de Stonehengue, un poco de los vapores sulfurosos de la cueva de Cumas y las fetideces del Cenote de los Muertos de Tlatelolco. En efecto, el ambiente es enrarecido y fétido, con humos de cigarros negros, rubios y otras yerbas, salpicaduras votivas de ginebra y algunas axilas con desodorante pero igual. Rostros y más rostros se nuclean en torno a nuestra discusión, nos infatuamos, apelamos a los recursos más dramáticos de la oratoria, hacemos chispear el ingenio del retruécano. Lejos de ser ingratas, las presencias se intuyen con perfiles femeninos y atrayentes. Son las musas, las dulces hetairas de Bizancio que como Teodora llegaron a ser emperatrices del mundo, o como las huríes, porteras del cielo.
Pero de pronto la luz agresiva de un tubo de neón me golpea el rostro, hiere mis ojos. Estoy en un vulgar, deprimente mingitorio del citado cabaret onomatopéyico; y luego, mientras me lavo la cara con simple agua de red con porcentaje de cloro permitido, me veo la cara (mi cara) en trozos de espejo vulgar. Allí comprendo todo.
Mi mente es un torbellino, ha chocado inesperadamente con una revelación, o un inside, y veo claramente. Entonces apago la luz y vuelvo al salón. Le hago una seña dolorosa a Cristian, que inmediatamente capta los códigos secretos de nuestra Hermandad, y pagamos las copas de las chicas sentadas a nuestra mesa.
Después nos vamos.
Seguiremos discutiendo la naturaleza del Golem y las implicancias proyectivas del conjuro, la preexistencia ontogénica de otros seres idénticos: la falta de una leyenda que registre a Mikhail, el ser eslavo escondido detrás del esotérico sinónimo de vodka. Mencionamos el sospechoso espacio que se halló entre la figura de Anubis y la de Toth en una pintura del Bajo Imperio, justo donde debería estar Miké, si el mismo hubiese estado alguna vez allí...
Sucedió sin previo aviso. Fue un domingo a la tarde, en Neuquén, que podría ser el palíndromo que se le extravió a los eslavos indigenistas.
Estaba en la Pérgola, sufriendo estoicamente una muestra de poesía joven, cuando lo vi llegar. Venía con su lado femenino, hecho visible ese día y para la ocasión. Como corresponde, había (ella) adoptado la forma de una joven mujer que respondía al nombre de Ale pero no siempre. Cuando reparé en la presencia de mi Doppelganger más joven pero más gordezuelo, repetí las palabras rituales...¡ Cristian!...
La repuesta de sus cromosomas X fue aplastante, demoledora, desarmante, dehiscente, decimonónica:
- El no es Cristian, es Miguelito
La imagen se suspendió en el Cosmos. Todo se congeló repentinamente. Uno de los poetas murmuró “se puso fresco”. Otro, que quería ver qué pasaba retrucó líricamente “Callate idiota”.
Yo la miraba a ella. Ella miraba al Golem, quiero decir a él, y él la contemplaba con la cara de bobo que menciona toda la literatura.
Cuando volví los ojos hacia mi amigo, ya no estaba. En su lugar, interponiéndose entre unos versos decorativamente expuestos y yo, había un muchacho de la Cuarta Sección, Alameda al fondo, allá en Mendoza; el menor de los Fotocharly.

fin

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hace muchos años estoy buscando a mi amiga Verónica Lucero, quisiera saber si la persona que busco es la misma que firma esta publicaciòn.
Soy silvia y nos conocimos en el liceo Nº 4

dejo mi email:mabishef@hotmail.com